viernes, 20 de noviembre de 2009

La ladera del Glydel Fawr

Para Kiko, David, María y Jorge, aquellos que dan vida a estas historias.
Para Sahaquiel, quien me ayuda a comprender su verdadero sentido.

Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: "Maestro, ¿qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?"
Y él me repuso: "Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.
Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.
Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza
pues podrían dar gloria a los caídos."

Dante, Infierno (III, 31, 42)

La figura esbelta, casi etérea de Isobel, se perfilaba decidida contra el viento y el paisaje gris mientras ascendíamos por la ladera del Glydel Fawr. Nunca antes había visitado Snowdonia, una maravillosa región de soberbios lagos, bosques, páramos y montañas al noroeste de Gales, ni había oído hablar de ella hasta que Gabrielle me contó su providencial encuentro en este lugar con las hermanas Bethan e Isobel Cadwalader. La narración de Gabrielle, en todo caso, dejaba más a la imaginación que realmente contaba, y tras negarse a ofrecerme más detalles de aquel encuentro me dijo con el fácil propósito de intrigarme:

-Tienes que hablar con ellas y ver con tus propios ojos ese lugar. Deja que te cuenten las leyendas que conocen: sé que te fascinarán. Y es muy importante que las medites; existe la posibilidad de ahondar mucho más en el misterio de la torre.
Me encanta Gabrielle haciéndose la misteriosa, así que le insistí un poco más, aunque sólo fuera para divertirme viéndola fruncir la nariz y decirme con un tono entre risueño y reprobador:
-¡Ay, Franta!, ¡vete ya y no me tires más de la lengua o acabaré contándotelo todo!

Con un coche alquilado seguí las carreteras secundarias y después los caminos pedregosos hasta el apartado caserón de la familia Cadwalader en el corazón de Snowdonia. Me sobrecogió el paisaje que lo enmarcaba: colinas que parecían dibujadas y un cielo cubierto por pesadas nubes que volaban veloces hacia el horizonte luminoso, como oscuros pájaros ávidos por la luz. Un poco más allá de la casa se perfilaba la silueta del pequeño castillo que erigió el antiguo señor y custodio de estas tierras: el insigne Meical Cadwalader cuya magnífica historia estaba a punto de conocer.

-Bienvenido, Pola –dijo Isobel sonriente al abrirme las puertas-. Por favor, siéntete como en tu casa: los amigos de la dama Ceinwen son nuestros amigos.

Al entrar al salón me sorprendió un antiguo tapiz que, ocupando gran parte del muro, mostraba una escena espectacular: en una parte se libraba un combate entre un jinete y una bestia, un precioso dragón bordado en granate, negro y plata; más allá se alzaba una torre cuya cima se perdía entre nubes doradas a modo de escala por la que descendían los ángeles.

-El tapiz narra la historia de nuestro antepasado Meical Cadwalader –me explicó Isobel más tarde-. Se dice que hubo un tiempo en que los ángeles instruyeron a los hombres en el arte de la construcción de las Torres, pero cuando sus conocimientos quedaron ocultos, aquellos que pretendieron su poder, incapaces ya de construirlas, se vieron en la necesidad de conquistarlas. Se cuenta que cada Torre estaba guardada por una terrible bestia, y que sólo a aquel que conseguía abatirla se le reconocía su derecho. Así lo hizo Meical, y tras vencer al dragón, los ángeles le entregaron el sello garante de su rango y con él la sabiduría de aquellos para los que las Torres ya no esconden secretos. Fue con éste poder con el que Meical hizo temblar la tierra y detruyó la Torre: ésa fue su elección. Más tarde erigió aquí su castillo y se consagró a proteger por sí y por su familia esta tierra de todo aquello que el rumor de sus ruinas aún pudiera convocar. Fue su nieto Gwythyr, según cuentan nuestras crónicas, quien se comprometió más tarde en un pacto, un juramento que vincula a mi familia con Ceinwen y aquellos que combaten junto a ella.
Al ver mi gesto inquisitivo, asintió con la cabeza y añadió:
-Paciencia. Mañana hay un lugar que quiero mostrarte; allí te hablaré detenidamente sobre ello.

-Encontramos una noche a Gabrielle y Xavier muy desorientados junto al emplazamiento donde estuvo la Torre de Meical- explicó Bethan -. Y no me sorprende que contaran que viajaron allí desde vuestra Torre en París, pues se dice que todas están íntimamente conectadas entre sí, más allá de las barreras del espacio o el tiempo. Aunque de ésta que se alzó un día en nuestras tierras no queden ni tan siquiera los cimientos, el viento que viene de allí trae mensajes que aún pueden escucharse si sabes prestar atención: nos hablan de las cosas que siempre fueron, son y serán.

Tras la cena terminamos la velada bebiendo algo junto al fuego. Por turnos siguieron hablándome de la visita de Gabrielle y Xavier, de su padre Siorus y de las historias sobre Ceinwen:

-La dama Ceinwen, “madre de dragones”, solía hablar con las tarascas de estos parajes cuando aún eran numerosas –explicó Bethan-. Nuestro padre nos contaba esas historias cuando salíamos a pasear por el bosque: ¡imagínate mi sorpresa al reconocerla, al saber que era ella la que tenía frente a mis ojos cuando Gabrielle y Xavier volvieron aquí acompañados por ella! Sólo la había visto en sueños: siempre trae noticias de mi padre y me reconforta, aunque al despertar nunca recuerde lo que me ha revelado.

En estos términos se referían a Ceinwen, aquella que en París llamamos Charo, una de mis compañeras de la torre Perret a la que conozco desde hace ya varios años y cuyo pasado -que parece perderse en el tiempo-, es un misterio para todos, incluso para ella misma. Sin embargo, los acontecimientos parecen conjurarse últimamente para que recuerde y comprenda el verdadero alcance de su misión. Y los acontecimientos, ya se sabe, no se conjuran sin razón.

Finalmente la charla se fue desviando hacia temas más mundanos hasta que terminamos hablando sobre nuestros respectivos gustos musicales. Observando con atención pude verlas tan parecidas y tan diferentes entre sí como suelen serlo las hermanas, pues la luz del fuego iluminaba sus rostros revelando impresiones muy distintas sobre las dos: sobre Isobel, unos tres años mayor, el reflejo del fuego parecía acariciar la superficie para elevarse a partir de ella, como enmarcando su rostro y otorgando aún mayor distancia a la dulzura de su mirada; sobre Bethan la luz jugaba acentuando sus formas en un perfecto equilibrio de claridad y oscuridad, haciendo brillar su viva mirada como una flecha a la caza siempre atenta del detalle.
Más tarde me enseñaron el resto de la casa y pude comprobar la pasión familiar por el medievo en su cuidada biblioteca. Finalmente, antes de acompañarme hasta la habitación de huéspedes, Isobel me mostró una sala donde había guardada una impecable armadura.

-Pertenece a mi padre –dijo mirándola con una mezcla de orgullo y tristeza-. Hace ya dos años se marchó en plena noche llevándose únicamente su espada. Bethan lo vio desde la ventana de su habitación saliendo de casa en la madrugada. Dice que lo acompañaba otra persona, alguien muy alto y encapuchado a quien no fue capaz de ver el rostro. Corrió lo más rápido que pudo para buscarlos, pero ya no pudo encontrar a nadie en el camino. Desde entonces no hemos tenido más noticias, salvo los sueños de Bethan y un mensaje –aquí se detuvo y tras una pausa en que esbozó una sonrisa, añadió -: pero siempre hemos sabido que sigue con vida.

A la mañana siguiente Isobel y yo partimos camino a la cima del Glydel Fawr. Durante el ascenso iba mejorando la perspectiva para contemplar aquellas tierras: montañas tapizadas de grises, ocres y verdes mezclados como en una acuarela y brillantes lagos lechosos bajo la tímida luz del sol apantallado tras las nubes. Todo tenía cierto aire pretérito, primigenio, como un paisaje elaborado por antiguos dioses que ensayan por vez primera la belleza mineral que otorgarán a este mundo.
Tras unas horas caminando prácticamente en silencio nos detuvimos al fin frente a nuestra meta. Se trataba de una extraña formación de alargadas rocas grises de aspecto imponente. Su presencia se perfilaba con gran fuerza, como sólo lo hacen las cosas que se encuentran a un mismo tiempo en éste y el Otro lado.

Isobel se agachó entonces y rozando con sus dedos el suelo me dijo:

-Sobre este punto posó la mano Xavier y tras desaparecer frente a nuestros ojos, volvió trayendo el primer mensaje de mi padre que hemos tenido fuera de los sueños de Bethan -tras sopesar qué decir, finalmente sólo añadió-. Tu amigo, desde luego, tiene extraños e interesantes dones.
No sé hasta dónde llegaban sus intuiciones, pero un tiempo más tarde comprobamos hasta qué punto tenía razón sobre él.
Acercándose después un poco más a las piedras, Isobel me contó la leyenda:

-Este es el lugar en que cayó Lucifer cuando fue expulsado del Cielo –explicó. Y señalando después a las rocas dijo-, y esta es su mano que tras la caída quedó al descubierto. Prudencia pues en este suelo sagrado: nos encontramos sobre una de las puertas del Infierno –tras quedar unos momentos pensativa continuó-. Se dice que alrededor de la mano hay noches en que pueden verse figuras caminando en círculos. Dan vueltas y vueltas, una y otra vez, lamentándose en forma tan amarga, que sus voces arrastradas por el viento pueden llegar a helarte la sangre aunque estés a muchas millas de aquí. Algunos cuentan que son fantasmas, pero mi padre me habló de su verdadera identidad tras la primera noche en que soñé con ellos cuando aún era una niña. Los días que siguieron a ese sueño me leyó la historia de Parzival, aquel que habría de convertirse en el rey del Grial. En el relato, su tío Trevizent contó a Parzival cómo Dios, en un principio, envió como custodios del Grial en la tierra a los ángeles neutrales, aquellos que no tomaron partido por ninguno de los dos bandos cuando lucharon Lucifer y la Trinidad; lo guardarían hasta alcanzar el perdón divino y al ser relevados en su cometido por la comunidad de hombres y mujeres llamados a dicha misión, aquellos “a quien Dios designó para ello y les envió su ángel”, fueron sus palabras. Pero cuando Parzival logró su meta, su tío habló sobre estos ángeles una segunda vez, revelándole sólo entonces la verdad sobre ellos:

“Os he contado que los ángeles expulsados habían vivido en el castillo del Grial, por castigo de Dios, mientras esperaban su Gracia. Pero Dios es inflexible y continúa la lucha contra aquellos que yo había dicho que podían conseguir su favor. Quien desee recibir su recompensa debe declararles la guerra. Están perdidos eternamente, pues ellos mismos eligieron su caída.”

Después se quedó en silencio, caminando alrededor de las rocas meditativa; hasta que un nuevo pensamiento cruzó su frente y su mirada serena volvió a dirigirse a mí:

-Si te acercas para observar mejor las piedras, te contaré qué otro secreto guardan –obedecí y ella fue señalando las rocas una a una -. Sobre cada uno de los cinco dedos está grabado el sello perteneciente a una Torre, aquellos emblemas conseguidos por quienes detentan su poder, sus custodios y protectores. Mi padre me contó que hace mil años, cinco Torres hicieron un pacto en este lugar: marcaron los sellos de sus casas y juraron consagrarse juntos a la lucha contra las gentes de Yvtrhuwn. Así es como los llama mi familia, pero tienen muchos nombres. Sé que vosotros los habéis combatido y los conocéis como los habitantes de la Ciudad Maldita y los Usurpadores, aquellos de quienes se dice que buscan la Vía para descender por ella; aspirantes a dioses que pretenden someter la Serpiente a su voluntad.
Me quedé observando los símbolos detenidamente tratando de recordar si había algún lugar donde hubiera podido verlos antes, pero sólo reconocí aquel que perteneció a Meical y que estaba representado en el tapiz.

-Sí, este es el sello de mi familia- confirmó Isobel –y de los otros sólo conozco lo poco que me ha revelado mi padre. -Deteniéndose frente a aquel que estaba grabado sobre el dedo índice prosiguió:- Este símbolo corresponde a la terrible Eriltes, a quien sé que conocéis. Se cuenta que Eriltes y Ceinwen son hermanas y que eran sacerdotisas de una Torre muy antigua que se alza en algún lugar oculto no muy lejos de estas tierras. Pero Eriltes traicionó a Ceinwen y a su culto y elaboró un arma de gran poder. Se dice que posee una daga en la que engarzó una piedra negra con un mango tallado a partir de las raíces del roble sagrado. Con ella atravesó el pecho del Ben-Elohim, el ángel que velaba por esa Torre, consumiendo su poder y se dice que su sangre. Eso convirtió a Eriltes en una poderosa bruja, tanto -advierte siempre mi padre-, como un demonio. Después hirió a Ceinwen para robarle sus conocimientos y recuerdos. Y se dice que desde entonces Ceinwen viene renaciendo a lo largo de los siglos, viviendo muchas vidas, siempre guiada por la fuerza de su destino para luchar contra las gentes de Yvtrhuwn y los fomore; hasta que llegue el día en que se haga valer el pacto y se reúna de nuevo con Eriltes y los demás sobre esta montaña.
Entonces, alzó su mano y señalando unas colinas lejanas dijo:

-En ese momento los ejércitos de Arturo podrán verse desfilar sobre las cimas, tal y como se canta en las viejas canciones –y fijando la vista en el horizonte, respiró hondo antes de añadir-: entonces volverá mi padre o yo ocuparé su lugar como líder de mi casa –Isobel sonrió-. Después de todo Cadwalader significa “líder de la batalla” –y mirándome fijamente a los ojos preguntó-: Ese día estarás a mi lado y al de Ceinwen, ¿verdad, Pola?
Asentí con la cabeza.
Cuando comenzamos el descenso de la montaña alcé la vista mirando hacia el cielo buscando confirmación a mi asentimiento; pero el intrincado vuelo de los pájaros me habló en realidad de todo lo que aún deberé enfrentar si es que ha de llegar para mí ese día.

martes, 15 de septiembre de 2009

Xvarnah

"¡Bien amado!
No puedes tratarme con equidad,
Pues si te aproximas a mí,
Es porque yo me he aproximado a ti"
Ibn 'Arabî


Aquel que vive en mí se mueve con la luz entre las hojas de los árboles; dibuja la imagen del sol en la tierra para que pueda contemplarla sin cegarme.

Aquel que vive en mí camina a mi lado y yo camino a su encuentro; y no hay vereda solitaria ni soledad bajo la luna.

Aquel que vive en mí cruzó la montaña en dirección al mundo; descendió al páramo, contempló la torre abandonada, y supo ver el pilar de un puente desaparecido.
Venció a quienes guardan las murallas aunque las flechas rasgaran su túnica; mientras, vi su rostro en cada cosa como en un espejo milagroso.
Caminó sobre el mar a lomos de la serpiente para cruzar las aguas; yo sentí desbordar mi alma y quemarse el mundo en los hornos del xvarnah.

¿Es este fuego el mismo que un día lo forjó? Pues todavía no está extinguido.
En ese lugar todo es tan nuevo que aún permanece incandescente.
Eternamente nuevo.
Eternamente.

lunes, 8 de junio de 2009

La casa del diablo

“Satanás se burla de todas tus amenazas. Lo que le espanta es ver una luz en tu corazón.”
Dicho sufí


Hay un lugar sobre el que me propuse escribir muchas veces, un deber autoimpuesto que siempre he acabado relegando. Mi pobre talento poético se convierte en este caso en una bendición pues no habría nada peor que trasmitir lo que allí se siente a alguien que ha tenido la fortuna de no visitarlo jamás.

La forma en que solemos referirnos a ese sitio aquellos de mis compañeros que lo hemos visto suele ser “la casa de Eugen”, expresión aparentemente inocua con la que nos proponemos no evocar nada de lo que allí vivenciamos. La intención sin embargo es totalmente inútil porque la huella que deja en ti ese lugar una vez que él ha tenido la “gentileza” de mostrártelo queda marcada con el fuego que parece haberlo arrasado por completo.
A veces los encuentros con Eugen no te llevan hasta allí, sino que se presenta como un transeúnte más y se sienta a hablar contigo en el banco de algún parque. Pero ese lugar le acompaña siempre y con él el temor que sientes de extraviarte en su interior para no volver. Sólo llegar a intuirlo -aún como el más leve destello-, te paraliza ante el horror de imaginar que en cualquier momento sus puertas se abrirán, pues sólo está un pestañeo más allá, en el rincón que no queremos ver y que acecha desde el rabillo del ojo.

Hay en ese lugar una edificación monstruosa sobre una colina tras la cual se oculta el sol. La cima de sus muchas torres suele perderse tras la ceniza, su cúpula está hundida y el contraluz intensifica aún más la negrura de sus muros. No se debe su color a un mármol negro y brillante o a alguna piedra oscura, sino que es un negro opaco, baldío, como si hubiera sufrido un gran incendio y las cenizas que perpetuamente cubren el cielo fueran las de aquello que sucumbió arrasado en su interior. Yo jamás lo contemplé más que de lejos, pero aún así me pareció que venía de él un rumor que me produjo gran espanto e hizo que me esforzara por no escuchar. Sin embargo conozco a alguien que penetró una vez allí y casi perdió la cordura. Mi amiga Marion me habló -sumida en un profundo delirio- de un templo sin estatuas, sin pinturas, sin cirios ni ventanas y donde resuena la música más atroz: el eco del vacío donde la mente desespera. Sólo le salvó del vértigo absoluto algo que contempló en el suelo: un inmenso laberinto, como los trazados en el pavimento de algunas catedrales, en el que vio encerrada una serpiente.

Eugen, observando mi gesto de terror ante la mera posibilidad de vivir semejante incursión puso la mano sobre mi hombro para preguntarme una vez:

-¿Te horroriza? -su rostro aparentaba una sarcástica extrañeza-, ¿en verdad tanto te asusta? Pues has de saber que yo no erigí ese lugar: vosotros me habéis encadenado a él.

Y después suavizando el tono añadió algo que suele repetirme:

-¡Vamos Pola, deja de temerme! Yo puedo llevarte más allá de lo que nunca imaginaste.

Si el encuentro se produce en aquel temible lugar tu mirada desespera y huye del suelo tratando de refugiarse en el cielo. Pero allí sólo encuentras el perpetuo crepúsculo cubierto de cenizas que, pese a su perenne apariencia, no te otorga la bendición de transportarte más allá del tiempo, sino que el peso de cada segundo te abate con una angustia indescriptible a pesar de lo cual tienes la sensación de que todo ese horror llega hasta ti absolutamente atenuado. Mientras, Eugen parece estar sumido por completo en él.
Una vez que me vio alzar la vista me dijo sonriendo:

-¿Qué estás esperando, Pola?, ¿que aparezca tu “Virgilio”?, ¿acaso que las nubes se retiren y puedas distiguir en este cielo alguna estrella? Harías mejor en meditar si tu guía aquí no habré de ser yo.

¡Oh, embustero!, ¡qué bien mientes con verdades! Qué difícil se hace entender que lo que dices es cierto, pero sólo a ras del suelo. En la periferia todo gira, surge y se desvanece, y libertad parece el poder de escoger entre opciones, posibilidades viciadas de origen, efímeras, huérfanas sin raíces. La verdadera libertad no es otra que Ser, cumplir aquello que es pura necesidad, para lo que estamos llamados y que tan bien ocultan tus elaborados juegos de espejos. Necesidad enturbiada por contingencias que sólo funcionan si estamos ciegos. Pero nuestra ceguera es tu misión.

La tarde de nuestro encuentro en el parque la gente pasaba frente a nosotros totalmente inconsciente de su presencia. Cuando él me sorprendió observándolos, adivinó mis pensamientos y dijo:

-no los tengas por afortunados porque no puedan verme; ellos también me conocen pues me presento en su vida bajo formas infinitas. Pero tú has comenzado a abrir los ojos y ahora puedes reconocerme con este mi rostro que es como el tuyo.

sábado, 31 de enero de 2009

El ney

Inflama, aliento que me atraviesas,
el sonido de la flauta de caña.
Arde en mí, fuego de la Tierra luminosa,
prendiendo las estrellas
que se tornan almenaras.

Eternidad, si jamás concluyes,
¿qué podría mermar tu luz?
Señalas por siempre al viajero en el exilio
el titilante camino del retorno.

lunes, 26 de enero de 2009

La flauta de caña III. El sonido de fuego

“Escucha la caña, ¡cuenta tantas cosas! Dice los escondidos secretos del Altísimo; pálida es su figura y el interior vacío. Ha dado su cabeza al viento y repite: Dios, Dios, sin palabras y sin lenguas.”
Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

El célebre poeta persa y maestro sufí Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī (1207-1273), más conocido entre nosotros simplemente como Rumi, fue el autor de una vasta obra poética que incluye uno de los más importantes escritos de la literatura persa, el Masnavi, cuya belleza y trascendencia han llevado a que sea conocido como el “Corán persa”. Está compuesto de más de veinte mil versos que narran cientos de fábulas, revelaciones coránicas y escenas cotidianas, con el trasfondo metafísico fundamental de la búsqueda de Dios.
Entre sus múltiples historias cuenta que un día el Profeta Muhammad confió unos secretos a su yerno ‘Alí, siéndole prohibido a éste que los desvelara. ‘Alí consiguió mantener con esfuerzo su palabra durante cuarenta días pero finalmente, incapaz de seguir manteniendo el secreto, marchó al desierto y asomándose a la boca de un pozo lo confesó al interior de la tierra. Se cuenta que en el transcurso de la revelación su saliva cayó dentro; y en aquel mismo lugar, al poco tiempo, creció una caña que un pastor cortó y talló para elaborar una flauta. Se cuenta que las melodías que interpretaba eran de tal belleza que las gentes que acudían en multitud a escucharle quedaban extasiadas, y que incluso los camellos atendían respetuosamente rodeándole en círculo. La fama del flautista llegó hasta oídos de Muhammad quien le hizo llamar y pidió que tocara para él:

“Estas melodías, dijo entonces el Profeta, son el comentario que yo he comunicado a ‘Alí en secreto. Del mismo modo, si alguien entre las gentes de pureza carece de pureza, no puede oír los secretos de la melodía de la flauta, ni gozarlos, pues la fe es el placer y la pasión”.

Tal es la profundidad del mensaje que transporta la música del ney, nombre persa de la flauta de caña o caramillo. Y por ello se toca durante las sesiones de dhikr y en el samâ (concierto espiritual acompañado de danzas), practicados por la orden Mevleví, tariqa fundada por los propios discípulos de Rumi y conocida popularmente como la orden de los Derviches Giróvagos.

Una historia igualmente hermosa y significativa sobre la trascendencia de la música del ney es destacada por Henry Corbin en el capítulo titulado “Del sentido místico de la música persa” de su libro “El Imam oculto”. En él nos habla del secreto que puede comunicar el sonido de la flauta a aquellos dispuestos a trascender los sentidos físicos y percibir su mensaje a través del oído del corazón. Explica Corbin:

“En una de sus grandes obras todavía manuscritas, Qâzî Sa’îd Qommî (pensador iraní del siglo XVII), recuerda y comenta largamente unas palabras de aquel que ocupa un lugar eminente entre los corazones iraníes, el primer Imam de los chiitas, Mowlânâ Ali ibn Abî Tâlib. Según esta tradición, el primer Imam dijo un día entre sus familiares:

Porque había en mi corazón preocupaciones que lo angustiaban y no he encontrado a nadie a quien confiarlas, he golpeado la tierra con la palma de la mano y le he confiado mis secretos, de manera que, cada vez que en la tierra germina una planta, esa planta es uno de mis secretos.

Ciertamente, no se trata de un secreto agronómico. La Tierra de la que se trata no es la tierra que soporta nuestros pasos y que está hoy en vías de ser devastada por las ambiciones de nuestras desmesuradas conquistas. Es la “Tierra de luz” que sólo se ve con los ojos del corazón. Pero depende de nosotros mirar esa tierra con ojos capaces de verla, y, mirándola de ese modo, hacer que la Tierra de luz nos mire también, nos concierna también a nosotros. Depende de nosotros que, golpeando junto con el Imam el suelo de esa Tierra de luz, veamos emerger en ella ciertas plantas que nos revelen nuestros secretos apenas presentidos. Y como ocupando un rango preeminente entre esas plantas, el filósofo Qâzî Sa’îd Qommî nombra la caña de la que está tallada la flauta mísica, cuyo lamento exhala el prólogo del Masnavi y que, como sabemos, está asociada a todos los servicios religiosos de la Orden de Mowlânâ.
Todos hemos oído cantar al menos algunos dísticos de este prólogo:

Escucha la historia que cuenta la flauta de caña, la
de las separaciones cuyo lamento exhala.
Desde que fui cortada del cañaveral, mi queja ha

hecho lamentarse a hombres y mujeres.

El que es abandonado lejos de su fuente original,
aspira a volver al tiempo de su unión.
Mi secreto no está lejos de mi queja, pero la luz
está ausente al ojo y al oído.
El cuerpo no está velado al alma, el alma no está
velada al cuerpo; sin embargo, a nadie le está
permitido ver el alma.
Es de fuego el sonido de esta flauta, no es un
soplo de viento. Quien no posee ese fuego,
¡morirá asimismo!

Ciertamente, nadie ha visto nunca el alma con los ojos con los que normalmente vemos las cosas de este mundo. Sólo se puede presentir por la queja de la flauta mística cortada, en el origen, en la Tierra de luz. Lo que germina de esa Tierra y de ella fue separado, la historia del exilio y el retorno, ésa es la obsesión de la mística persa, y eso es algo que no puede ser visto ni probado de forma racional, algo que no se puede contar ni se puede ver con la vision directa, sino que sólo el hechizo musical nos puede hacer presentir y ver, en la medida en que a audición musical llegue a hacernos súbitamente “clarividentes”. Y esto es, en muy pocas palabras, lo que quisiera sugerir al hablar del sentido musical de la mística persa.
Lo indecible que la mística persa se siente en el deber de expresar es la historia que rompe lo que nosotros llamamos historia, una historia que deberíamos denominar metahistoria, pues su acontecer se sitúa en el origen de los orígenes, anteriormente a todos los acontecimientos registrados y registrables en nuestras crónicas. La epopeya mística es la del exiliado que, llegado a un mundo extranjero, está en camino para volver a su casa, a su mundo. Lo que intenta decir esta epopeya son los sueños de una prehistoria, la prehistoria del alma, su preexistencia a este mundo, sueños que parecen ser siempre para nosotros una orilla prohibida. Por eso en una epopeya como el Masnavi, apenas se puede hablar de sucesión de episodios, ya que todos ellos son emblemáticos, simbólicos. Toda dialéctica discursiva está excluida. La conciencia global de ese pasado y del futuro al que nos invita más allá de los límites de la cronología, no puede alcanzar más que musicalmente su carácter absoluto. Para experimentar su “Libro santo”, ese Masnavi que con frecuencia es denominado el “Corán persa”, los místicos están, por esencia, en el deber de cantar para decir.”

La flauta es el alma que se siente separada de su manantial divino, que trasmite, con su sobrecogedor sonido, el anhelo por la separación: “Ese anhelo que expresas/ es el mensaje de respuesta/ Ese penar desde el que gritas/ Es lo que te atrae hacia la unión./ Tu pura tristeza/ Que desea ayuda/ Es el cáliz secreto”, dicen otros versos de Rumi.
Y suyas son también las palabras con las que se dirige a Dios para decirle: “Nosotros somos la flauta, la música viene de ti”.

Ejemplar del Masnavi. Irán, 1479.


Prólogo del Masnavi

Escucha el caramillo, cómo se queja,
Lamentando su destierro del hogar:
“Desde que me arrancaron de mi cama de mimbre,
Mis lastimeras notas han hecho llorar a hombres y mujeres.
Reventé mi pecho, esforzándome por desahogar los suspiros,
Y expresar los dolores súbitos de mi anhelo por mi hogar.
Quien mora lejos de su hogar
Anhela siempre el día de su regreso.
Mi lamento se oye en todas las multitudes,
A coro con aquellos que se regocijan y aquellos que lloran.
Cada uno interpreta mis notas en armonía con sus propios sentimientos,
Pero ninguno desentraña los secretos de mi corazón.
Mis secretos no son ajenos a mis notas lastimeras,
Sin embargo no se manifiestan al ojo y al oído sensual.
El cuerpo no está velado del alma, tampoco el alma del cuerpo,
Sin embargo ningún hombre ha visto nunca un alma”.
El lamento de la flauta es fuego, no mero aire.
¡Dejad que quien carezca de este fuego sea considerado muerto!
Es el fuego del amor lo que inspira a la flauta,
Es el fermento del amor lo que posee el vino.
La flauta es confidente de los amantes desdichados;
Sí, sus compases ponen al descubierto mis más íntimos secretos.
¿Quién ha visto un veneno y un antídoto como la flauta?
¿Quién ha visto un confortador compasivo como la flauta?
La flauta cuenta la historia del sendero ensangrentado del amor,
Cuenta la historia de las penas del amor de Majnum.
Nadie está privado de estos secretos salvo el demente,
Mientras la oreja se inclina a los susurros de la lengua.
A través del dolor mis días son trabajo y tristeza,
Mis días pasan, mano a mano con la angustia.
Sin embargo, aunque mis días así se desvanezcan, no importa,
¡Tú permaneces, Oh Incomparable y Puro!
Pero aquellos que no son peces pronto se cansan del agua;
Y quienes no tienen el pan diario encuentran el día muy largo;
Así pues el “Crudo” no comprende el estado del “Maduro”;
Por ello me incumbe acortar mi discurso.
¡Levántate, Oh hijo! ¡Rompe las cadenas y sé libre!
¿Hasta cuándo estarás cautivo de la plata y el oro?
Aunque viertas el océano en tu cántaro,
Este no puede contener más que la reserva de un día.
El cántaro de deseo de los codiciosos nunca se llena,
La concha de ostra no se llena con perlas hasta que está contenta;
Solo aquél cuyas ropas han sido desgarradas por la violencia del amor
Está completamente puro de la codicia y el pecado.
¡Hola a ti, pues, Oh Amor, dulce locura!
¡Tú que curas todas nuestras enfermedades!
¡Qué eres el médico de nuestro orgullo y vanidad!
¡Qué eres nuestro Platón y nuestro Galeno!
¡El amor exalta a nuestros cuerpos terrenales hasta el paraíso.
Y hace que las mismas colinas salten de alegría!
Oh amante, fue el amor lo que dio vida al Monte Sinaí,
Cuando “tembló”, y Moisés cayó desmayado.
Sólo que el Amado me tocara con sus labios,
Yo también, como la flauta, estallaría en melodía.
Pero el que se aparta de aquellos que hablan su lengua,
Aunque posea un centenar de voces, está forzosamente mudo.
Cuando la rosa se ha marchitado y el jardín está seco,
La canción del ruiseñor ya no se oye.
El Amado es todo en todo, el amante sólo Le vela;
El Amado es todo lo que vive, el amante una cosa muerta.
Cuando el amante ya no siente la viveza del Amor,
Se vuelve como un pájaro que ha perdido sus alas. ¡Ay!
¿Cómo puedo conservar mi juicio
Cuando el Amado no muestra la luz de Su rostro?
El Amor desea que este secreto sea revelado,
Porque si un espejo no refleja, ¿de qué sirve?
¿Sabes tú por qué no refleja tu espejo?
Porque no ha sido limpiado el orín de su superficie.
Si estuviera purificado de todo orín y suciedad,
Reflejaría el brillo del Sol de Dios.
Oh amigos, ahora ya habéis oído este cuento,
Que expone la misma esencia de mi caso.

jueves, 8 de enero de 2009

La flauta de caña II. El sueño

“La música opera el milagro de tocar en nosotros el núcleo más secreto, el punto donde se establecen todos los recuerdos.”
Gilbert Durand


Vestía un chaleco de vivos colores, mis abrigadas botas nuevas y un pequeño gorro de lana bordado con hilo dorado. Me encontraba inmerso en uno de esos sueños de nítidas y vivas imágenes donde además, de la manera más natural, eres tú mismo al tiempo que otro. Así que yo era un muchacho que se había preocupado ese día de fiesta de lucir sus mejores galas para que -aunque humildes-, no desentonaran con los trajes de las gentes reunidas en aquel palacio que aún era hermoso, aunque sus tiempos de esplendor hubieran pasado hacía ya varios siglos. En Azerbaiyán estaba aquel lugar, eso lo sabía, así como que me encontraba en mi hogar.
Aquella mañana la luz del sol era muy blanca y el cielo de un azul muy pálido. Era una luz primaveral que apenas caldeaba pero hacía brillar con fuerza la nieve sobre las montañas grises que, más allá de la llanura, perfilaban el horizonte. Yo observaba el paisaje distraído desde una ventana mientras la gente entraba y salía de un gran salón adyacente; allí sonaba fuerte una música de animada percusión así como los rápidos pasos de aquellos que danzaban.
Sin ganas de participar del bullicio (y sabiéndome un tímido y no muy hábil bailarín), caminé por un pasillo cruzándome con otros hombres y mujeres ataviados con largos ropajes de brillantes colores. Finalmente, el pasaje desembocó en un hermoso patio rodeado de arcos y columnas que albergaba varios árboles además de una pequeña fuente. Allí también había gente, pero su actitud era más reposada: podía ver ancianos charlando distendidamente, mujeres dando de comer a sus bebés y niños jugando distraídos. Paseé por el patio respirando aire fresco en busca de un lugar donde sentarme y acabé haciéndolo en el suelo de piedra bajo las ramas de un árbol.
Mientras disfrutaba de la tranquilidad y del arrullo del agua, vi que caminaba por allí un hombre que llamó poderosamente mi atención aunque no sabía decir por qué; mi vista no distinguía bien su rostro ni parecía destacar especialmente entre los demás. Creo recordar que tenía barba corta y vestía un turbante muy sencillo. Tras él, manteniéndose en un segundo plano, caminaba un muchacho de mi misma edad que parecía ser su hijo o tal vez su aprendiz. Entonces el hombre avanzó hasta detenerse frente a mí y agachándose me entregó una flauta partida en dos pedazos. Al ofrecérmela me dijo pausadamente mientras me miraba a los ojos con atención:
-Ahora te toca a ti- Y tras dejarla en mis manos ambos se marcharon sin añadir palabra.

Me quedé intrigado mirando atentamente los fragmentos, pensando por qué me la habrían dado a mí, alguien que jamás había tocado flauta alguna. Observé entonces que tenía una extraña forma de cruz aunque la porción horizontal era muy corta. También me pareció que no tendría fácil arreglo, pero para mi sorpresa pronto conseguí ensamblar los pedazos y mantenerlos unidos a la vez que los dedos quedaban libres para moverse sobre los agujeros. Tapé con el pulgar el orificio posterior y soplé con decisión aunque no conseguí emitir ningún sonido. Sin embargo resultó que tras pocos intentos comenzó a sonar; primero no muy bien, pronto mucho mejor, hasta que emitió una nota larga y clara que sonó a la perfección.
Entonces, simplemente, comencé a tocar.
Recuerdo cómo interpretaba con naturalidad y soltura, espontáneamente, casi como si fuera mi propia respiración. Y ante aquel prodigio empecé a sentirme embargado por una profunda emoción, emoción que incluía el sentimiento de la vocación encontrada, pues recuerdo haber pensado: “¡Sí, yo he nacido para esto!”, mientras la melodía manaba sin que siquiera pensara en ella. Pues era yo quien tocaba, eso lo sabía, pero la música pasaba a través de mí, como si la trajera el viento tras haber abierto una ventana. Entonces me di cuenta que se había hecho un gran silecio pues todas las personas en el patio se habían detenido a escuchar. Y en sus caras podía leer como en un libro un sentimiento que sabía compartíamos: el de haber reencontrado algo fundamental, algo que no recordábamos haber perdido pero que allí estaba; la música transmitía una paz beatífica, una sensación de plenitud, de permanencia, colmando un anhelo profundo que hacía que cerraran los ojos, que sonrieran, que lloraran. Recuerdo haber pensado, extasiado, que toda música es hermosa en tanto se parece a aquella música, en tanto se aproxima a evocar lo que ella evoca. Y sintiendo que transpotaba un mensaje sagrado comencé a concentrarme tratando de recordarla, intentando que no se desvaneciera de mi memoria como arena entre los dedos.
Y tal vez porque quise asirla, porque impuse mi voluntad al sueño queriendo fijar mi atención, en ese preciso instante desperté.

He estado fascinado desde entonces con cada detalle de aquel sueño: sus colores, los rostros de la gente, el sentimiento de plenitud, el sonido de la flauta. Sin embargo hace poco -tras unos meses desde aquella noche-, que empecé a intuir la profundidad del mensaje que trasportaba; que comprendí finalmente, tras oír hablar del Masnavi, que había recibido una respuesta.
 
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